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Chile es un país de contrastes. Una elite que concentra la mayor parte de las riquezas nos impone sus cánones estéticos y valores en lo económico, y el resto subsiste como puede. Y dentro de ese grupo que nunca perteneció a red de poder alguno saben que muchos de ellos son la tercera generación en su familia que usa zapatos, y segunda que tiene auto, ante lo cual no se va restringir en su hedonismo. Está en su inconsciente — en su memoria genética—, el peso de la escasez, por lo cual disfrutará mientras pueda sin pensar en su entorno.
Chile quiere glamour. Al menos, una parte considerable —y no poco silenciosa— lo expresa desde su inconsciente. Podemos estar a las puertas del apocalipsis, del inicio del nuevo orden mundial, de la extinción humana o como se le quiera denominar (cada quien decide que opción le acomoda) pero es innegable: hay que cuidar el aspecto. Hemos instaurado el reconocimiento administrativo del derecho fundamental a comprar ropa en plena emergencia y eso en nuestro precario mundo sin socialité es glamour. Se lo debemos a este gobierno. Esto quedó claro con la apertura del Apumanque y el mall de Patronato. Tal medida fue defendida por el ministro de Economía, Lucas Palacios, argumentando que “es una estrategia con lupa donde se observa cada realidad en particular”. Es “un proceso de ir abriendo con cautela ciertos sectores, porque la gente necesita abastecerse, quizás en un principio las necesidades eran básicas, pero en el tiempo esto va cambiando la gente necesita vestirse, las mamás necesitan comprar ropa de guagua, estufas, se acerca el invierno y necesitamos espacios techados, etcétera“.
Cierto es que quienes tienen niños en crecimiento saben que la ropa del año anterior muchas veces es imposible volver a usarla. No obstante, en tiempos de pandemia mala idea resultó abrir centros comerciales. Por más que Jaime Mañalich nos anuncie día a día los cómputos de nuevos reportes sobre el COVID-19, eso no detendrá el deseo de consumo. Ya desde los primeros días de cuarentena, muchos se dirigieron hacia empresas dedicadas al rubro de la construcción. Al estar en casa habría tiempo de hacer esos arreglos que no se habían realizado, por falta de tiempo y no de dinero, que para eso se utiliza la tarjeta de crédito y más adelante se puede ver cómo se paga. Total, si en Europa se aplicaban medidas que ayudaban a la población, cómo nuestra elite — orgullosa de sus raíces en el viejo continente— no iba a hacer lo mismo.
Sin embargo, tal idea pronto recibiría un balde de agua fría. Las medidas de Friedman en Chile, sin duda lograron éxito, no solo en un cierto sector —no únicamente en aquellos que emergieron gracias a sus políticas y un régimen militar que les permitió ese auge—; sino también en el reducir el portento teórico de la ciudadanía a meros sujetos de producción y consumo. Po otra parte, el peso de ser «los ingleses de Sudamérica» —el mantra snobista de los 80 y 90—nos lleva a la imperiosa necesidad del disfrazarnos de nobles. Y es que, por mucho que nuestra ascendencia sea hispana en su mayoría, el anhelo de codearse con la corte es más fuerte y en materia de poder hay una necesidad de apostar a ganador: lo importante es actualizar y tener el guardarropa adecuado para estar ante la reina. Vaya que lo sabe el retail.
Con todo, por mucho que se tomen los resguardos para evitar los contagios, una cosa ha quedado clara: el rubio ceniza —en cualquiera de sus variantes—, no puede faltar y en antes muertos que sencillos, no es sólo una frase, es leitmotiv. ¿Inconsciencia, banalidad, superficialidad y carencia de sentido común? Sí. No obstante, no es algo absoluto.
Chile es un país de contrastes. Una elite que concentra la mayor parte de las riquezas nos impone sus cánones estéticos y valores en lo económico, y el resto subsiste como puede. Y dentro de ese grupo que nunca perteneció a red de poder alguno saben que muchos de ellos son la tercera generación en su familia que usa zapatos, y segunda que tiene auto, ante lo cual no se va restringir en su hedonismo. Está en su inconsciente — en su memoria genética—, el peso de la escasez, por lo cual disfrutará mientras pueda sin pensar en su entorno.
Una sociedad que resiente el pasado colonial, en su inconsciente colectivo sabe algo: la vestimenta, la elegancia es parte del poder, y ésta lo reafirma. Prestigio cultural y prestigio académico ceden en jerarquía al prestigio de la vestimenta a la moda y de marca; pero no a la buena confección ni a la belleza de la elegancia. En efecto, en tiempos en que la sociedad era mayoritariamente agraria, los campesinos pobres siempre estuvieron mal vestidos, y solo el capataz vestía mejor que el resto de los trabajadores, dado que él se entendía directamente con el dueño de la hacienda. La pulpería no ofrecía pagos en ropa ni paños ni nada que cubriera el cuerpo.
No obstante, paradójicamente, pese a la sobreabundancia del mercado de la ropa, eso no ha cambiado. Si lo traemos a la sociedad actual, en una empresa a medida que se tiene un cargo más alto, más cuidadoso es el vestuario, puesto que hay más cercanía al dueño, a los miembros de los directorios y gerencias. Una elite mal vestida y de cabello descuidado, es porque está en crisis. Y eso lo vemos a diario en el gabinete de Piñera. En el caso de este gobierno, hay que recordarles a sus ministros y subsecretarios que una «derecha sin Chanel es una derecha extraviada»; y sin Dior, es porque desdeña los efectos del desconcierto al que nos precipita.
Ciertamente, la estética va unida con el poder y la ética, eso lo sabe parte de la derecha nacional; no así el gobierno. Todos los días nos lo demuestran desde el superconsejo de gabinete de Febrero y la fotografía coral de sábado por la mañana en La Moneda donde predominaba el cerúleo. Han pasado los meses y el distanciamiento entre los distintos sectores de la misma derecha es evidente en redes sociales, mientras el diseño estratégico es ir instalando hitos de conservadurismo en materias de debate. Ya no es liberalismo, es desembozada restauración del régimen de año 82. Por otro lado, la izquierda tradicional se ha resistido a como dé lugar a aceptar el poder de la estética del vestuario, porque no lo comprende, desconoce los códigos que se manejan, y a cualquier precio insistirá en un desarrollo colectivo. Una entelequia cuando todos desean los oropeles de las libertades individuales, pero no aquellas políticas de derechas que se promovieron como defensoras y promotoras del individuo y se distanciaron de su discurso original.
La traición fundacional de esa derecha fue terminar anulando cualquier manifestación de individualidad. La oposición, por su parte, está perpleja mientras ve cómo abren las multitiendas. Y este glamour a la chilena que ofrece Piñera y su gestión solo puede evocarnos los tiempos de precariedad y hambre de la crisis del 82: el supremo derecho a comprar ropa nos salvará de la debacle anunciada del COVID 19.
Periodista y Lic. en comunicación social.