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En la tarde del miércoles, los periodistas del Reino Unido recibieron un correo electrónico de Downing Street con épica empaquetada. Tres párrafos atribuibles a Boris Johnson en los que el primer ministro británico celebraba la anhelada culminación del Brexit. “El destino de este gran país se encuentra ahora ya firmemente en nuestras manos. Asumimos este deber con motivación, y con el interés de los ciudadanos británicos siempre en nuestro corazón”.
El Gobierno de los euroescépticos que se hizo con las riendas del país a finales de 2019 cuenta con una doble ventaja pírrica. Aunque sea a corto plazo, el mensaje político de “misión cumplida” siempre tiene cierta resonancia, al menos entre los convencidos y entre algunos de los dudosos. Pero, sobre todo, nada oculta mejor una catástrofe que una catástrofe mayor, El Reino Unido abandona 2020 en medio de un panorama sombrío. La nueva cepa del coronavirus ha disparado el número de infectados y de fallecidos. Tres cuartas partes de los ciudadanos se encuentran sometidos a durísimas medidas de restricción y distanciamiento social, y los restaurantes, bares, comercios y lugares de ocio permanecen cerrados.
La gran pesadilla de un Brexit duro, colas interminables de camiones en la frontera entre Dover y Calais, ya se cumplió antes de tiempo. La decisión de Francia de cerrar el Eurotúnel durante 48 horas a mediados de diciembre, para evitar la llegada al continente de la nueva variante del virus, provocó que más de 10.000 transportistas quedaran varados en el lado británico. El caos, paradójicamente, tuvo un efecto homeopático. La imagen más temida por Downing Street llegó antes incluso de que Londres y Bruselas cerraran finalmente un acuerdo el pasado día 24 de diciembre.
El tráfico comercial va a disminuir en los primeros días del año debido a las vacaciones. Muchas empresas retrasarán sus envíos a la espera de ver cómo se desarrollan las primeras semanas de la nueva era. Y el propio Gobierno británico ya se ha comprometido a relajar los controles aduaneros al menos durante seis meses, para mantener un tráfico fluido. El nuevo papeleo, sin embargo, supondrá un lastre y un coste extraordinario para el que muchas pequeñas empresas exportadoras no están aún preparadas. La HM Revenue & Customs (la Agencia Tributaria del Reino Unido) ha cifrado en la friolera de casi 8.000 millones de euros el gasto suplementario que supondrá para la industria rellenar declaraciones de aduanas y cumplimentar nuevas exigencias como la demostración del cumplimiento de las reglas de origen de la mercancía.
Se calcula que serán necesarios unos 50.000 agentes de aduana nuevos para tramitar el nuevo caudal, y la mayoría aún no han sido contratados. “Se trata de la mayor imposición de papeleo y burocracia a las empresas en los últimos 50 años”, ha dicho a la BBC William Bain, asesor de Comercio Internacional del British Retail Consortium (Asociación de Comercios Minoristas Británicos). “El momento de máxima tensión no vendrá durante los primeros días o semanas de enero. Será hacia finales de mes, cuando comiencen a emitirse órdenes y se realicen entregas. Comprobaremos entonces si la logística prevista en Kent y en los diferentes puertos funciona”, dice.
En medio de la mayor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial, con un descenso del PIB del Reino Unido de más de 11 puntos en 2021, la mayoría de ciudadanos contempla el Brexit como un debate superado o como un bache más de un trayecto que se avecina duro y complejo. Y, sin embargo, el gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, ya advirtió de que una salida desordenada de la UE provocaría mucho más daño económico, a largo plazo, que la covid-19. Ha habido finalmente acuerdo, pero las nuevas trabas resultarán difíciles de digerir. “Toma mucho más tiempo para que lo que yo llamo el lado real de la economía se adapte a los cambios en la apertura y en el perfil del comercio internacional”, matizaba Bailey.
Los mercados financieros han respirado tranquilos al conocer la noticia de que Londres y Bruselas sellaban finalmente un acuerdo comercial. Y los estrépitos económicos tienen mucho más que ver con las sorpresas y el miedo que con las dificultades a medio y largo plazo. El efecto sobre las personas será también un penoso gota a gota, pero no un cataclismo. Más de cuatro millones de ciudadanos europeos residentes en el Reino Unido han regularizado ya su situación. Han adquirido los llamados Pre-Settlement y Settlement Status, un permiso de residencia que preserva todos los derechos adquiridos como ciudadanos de la UE: sanidad, educación, servicios sociales.
El problema lo tendrán todos aquellos que, a partir del 1 de enero, quieran viajar a la isla para estudiar o trabajar. Ya no tendrán ventajas respecto a los inmigrantes de otras zonas del mundo. La nueva Ley de Inmigración está basada en un sistema de puntos y méritos profesionales y académicos, en el que las empresas competirán por atraer talento. “Ya hemos acabado con la libertad de movimiento, recuperado el control de nuestras fronteras y atendido las prioridades de nuestros ciudadanos, con un sistema de puntos que reducirá las cifras de inmigración”, proclamaba la ministra británica del Interior, Priti Patel, una de las euroescépticas más furibundas del equipo de Johnson. “Atraeremos de este modo a los mejores y más brillantes de todo el mundo, impulsando nuestra economía y liberando el potencial que tiene este país”, aseguraba Patel.
Es esa una constante del discurso del Brexit. La “liberación del potencial” del Reino Unido. Un ejercicio de voluntarismo que solo la nueva realidad demostrará si era o no cierto. Nadie cuestiona, por ejemplo, la enorme ventaja comparativa que tiene la City de Londres -el centro financiero de la capital- respecto a otras ciudades europeas aspirantes a esa plaza, como París o Fráncfort. Empezando por un entorno en inglés, que ha atraído a muchas empresas del otro lado del Atlántico. Y siguiendo con las comodidades en servicios, escuelas o entretenimiento de una ciudad diseñada para ricos. Londres es, junto a Nueva York o Singapur, centro financiero mundial.
Pero el nuevo acuerdo comercial firmado con la UE ha dejado fuera al sector servicios, que supone el 80% de la economía británica. El Gobierno de Johnson se ha apresurado a recibir con los brazos abiertos a las firmas financieras europeas, y les ha asegurado que podrán seguir operando sin dificultad en su territorio. Bruselas no ha sido tan rápida. Las llamadas “equivalencias”, que permiten a las empresas operar casi en igualdad de condiciones con las del mercado receptor, todavía no se han repartido, y la incertidumbre sigue ahí. Es cierto que no se ha producido el éxodo de un cuarto de millón de trabajadores de la City que pronosticaron los más agoreros. Apenas han sido 10.000. Pero no se ha valorado adecuadamente la cualidad profesional de esos 10.000, y, sobre todo, no se ha podido comprobar aún cuántos de los nuevos negocios escogerán EE UU o Asia antes que Europa ante el nuevo panorama de complicaciones.
El Brexit no llega en forma de cataclismo, pero son muchos los analistas que dicen que llegará en forma de lento alud. Y todavía no ha llegado el momento de calcular, cuando el Reino Unido comience a salir de la actual crisis económica, cuánta de esa recuperación habría sido más rápida y abundante sin el lastre provocado por el abandono de la mayor asociación comercial del mundo.