Los emprendedores son capaces de no poca cosa: crear algo a partir de la nada. Invitan a otras personas a aportar sus recursos económicos, de capital humano y relacionales, pero el mejor recurso que pueden aprovechar es la innovación. Podrán tener todos los recursos a su alcance, pero si su propuesta de valor no es innovadora, solamente los gastarán sin generar nada de valor.
Desde las primeras clases de emprendimiento en la escuela, he recorrido un largo proceso de aprendizaje, pero también de desaprendizaje. Al principio, todo eran buenos deseos de los mentores y profesores, más porristas que expertos en la materia. No sabíamos qué hacíamos… pero eso es emprender: explorar un mundo volátil, incierto, caótico, ambiguo, y hoy, hiperconectado. En aquel momento, no hablábamos de innovación, solo de emprendimiento.
Nos hacían empezar empresas, aunque en realidad confundíamos las pequeñas empresas con startups. Las micro, pequeñas, medianas y grandes empresas deben su título a que ya conocen y dominan su modelo de negocio, es decir, saben quiénes son sus clientes, por qué les compran, qué producto venderán, su precio, sus canales de distribución, etc. En otras palabras, están en una etapa de vida donde crean, entregan y capturan valor, mientras que una startup aún no está ahí.
Una empresa, sea cual sea su tamaño, ejecuta y explota un modelo de negocio validado. En cambio, una startup explora, experimenta y busca ese modelo de negocio que la convertirá algún día en empresa.
En 1998, después de haber cursado una ingeniería en México y una maestría en el extranjero, creí estar listo para empezar una empresa. Sí, tenía esa idea; lo que emprendiera ya sería empresa desde el día uno.
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